La Matanza en Lo Cañas, ocurrida en la madrugada del 19 de agosto de 1891, es el suceso más negro de la Guerra Civil de 1891, y reflejo de la profunda crisis política, en el seno de la elite chilena, a fines del siglo XIX, y resaltada en nuestro imaginario colectivo nacional, por el suicidio del presidente, José Manuel Balmaceda, el 19 de septiembre de ese año.
Corría el año 1891 y habría de estallar una Guerra Civil en Chile. Los soldados que habían luchado juntos hace algunos pocos años en la Guerra del Pacifico en contra de Perú y Bolivia, ahora se enfrentarían para defender dos bandos irreconciliables en un dividido y colapsado país.
El Presidente de Chile era en ese entonces José Manuel Balmaceda, representante del Partido Liberal en Chile. Durante los últimos cinco años en su mandato se había esforzado por modernizar el país, intentando transformarlo en un ente económico activo a través del desarrollo de la industria nacional pero también con el fomento de las obras públicas, como la construcción de puentes y caminos, y la extensión del ferrocarril, entre otras. Sin embargo, todo este progreso era mal visto por su oposición, los Conservadores, quienes consideraban que el presidente estaba despilfarrando el dinero de la Nación.
Los Conservadores, que eran mayoría en el Congreso, comenzaron a tomar medidas para impedir que los dictámenes de Balmaceda se hicieran efectivos, mientras que al mismo tiempo Balmaceda iba dándole más importancia y poder al Presidencialismo, tomando cada vez más medidas sin la aprobación del Congreso. Balmaceda cierra los tribunales, clausura a los medios de oposición, pone fin a la libertad de reunión y encarcela a los opositores. La gota que rebalsó el vaso fue cuando el Legislativo no quiso aprobar el Presupuesto para el año 1891, por lo que a través de un decreto Balmaceda hace que se le asigne el presupuesto del año anterior, vale decir, que la Ley de Presupuestos de 1890 rigiera para 1891. Esto llevó a que la oposición congresista considerase a Balmaceda un Dictador y el 6 de Enero de 1891 deciden trasladar el Congreso a Iquique. Se organiza una Junta de Gobierno, la “Junta Revolucionaria” contando con el apoyo de la Armada. Se desata la Guerra Civil.
En este marco, a mediados de 1891 la oposición decidió una medida militar estratégica de impedir la concentración de las divisiones militares del gobierno provenientes de Valparaíso y Concepción, cortándole la comunicación ferroviaria y telegráfica utilizada por el gobierno, para cuyo propósito requería derribar los puentes del Maipo y Angostura ubicados en la entrada sur a Santiago. La fecha para dicha misión, se fijó para el 19 de agosto.
Esta tarea conspirativa, fue entregada a jóvenes aristócratas junto a un puñado de artesanos que no contaban con ninguna formación militar, quedando bajo el mando de Arturo Undurraga. La montonera que era más propiamente su orgánica, reunió un centenar de hombres, se dejó guiar más por el entusiasmo y la propaganda de la prensa opositora, comenzó a reunirse desde los primeros días de agosto en la zona precordillerana de Santiago, actual Comuna de La Florida, al interior del fundo en Lo Cañas de propiedad del líder conservador Carlos Walker Martínez.
LA MATANZA
Empieza a avanzar la infantería por el camino principal hacia las casas de Lo Cañas, descargando sus fusiles con ráfagas de balas que impactarían en los muros y ventanas. El señor Ignacio Fuenzalida fue el primero que alcanzó a escapar del sorpresivo ataque y se dirigió a todo galope a las casitas de Panul a avisar a los que ahí estaban. El resto de los jóvenes intentarían escapar también, solo para encontrarse con los caminos atestados de soldados, por lo que a balazos fueron forzados a volver a las casas, donde intentaron hacer resistencia con algunas pocas carabinas que tenían. Durante el tiroteo varios jóvenes resultaron heridos, el resto intentó escapar por los huertos, pero al saltar un muro caerían presos inmediatamente.
Undurraga y Bianchi sacarían de sus abrigos un rollo de billetes y comprarían con eso su libertad, junto con doce o quince compañeros, para retroceder luego a las casas de Panul. Intentando salir por el costado de las casas, un grupo no tuvo la misma suerte, encontrándose de frente con Alejo San Martín quien gritó: “¡Fuego! Descuartizar a los futres canallas.”
Con la primera descarga caen seis u ocho jóvenes. Los que no alcanzaron a salir de la casa entendieron que debían abrirse paso “a viva fuerza” y disparando con revolver lograron pasar algunos para dirigirse al Panul. En el sector de las casas de Lo Cañas, durante el primer ataque quedarían cinco o seis heridos y otros diez o doce muertos.
Hasta ahí todo parecía un enfrentamiento armado entre dos fuerzas, pese a que la resistencia era mínima, casi nula, pero aún hacía lógica de un combate de guerrilla. Sin embargo terminado el primer ataque en Lo Cañas, los heridos fueron inmediatamente asesinados a ballonetazos y sablazos, mutilándolos y amontonando los pedazos.
Mientras esto ocurría, Fuenzalida daba aviso a los jóvenes que estaban en Panul, éstos montaron a caballo e intentaron escapar por los senderos poco conocidos de la cordillera, era lo más lógico, pero los baqueanos le habían mostrado al Ejército los caminos ocultos, los cuales estaban todos ocupados por soldados. Los tenían rodeados. Llegando San Martín a las casitas de Panul, encontró a varios jóvenes durmiendo. Entró a la casa y comenzó a dar de hachazos a los que ahí se encontraban.
Los jóvenes ya dispersos por el tupido bosque, intentaron hacer resistencia. Un nuevo intercambio de balas se llevaría a cabo, ahora en las tierras altas del fundo, tratando los jóvenes de romper el círculo de fuerzas enemigas que los envolvía. Varios cayeron muertos, otros heridos de bala, otros tomados prisioneros, y pocos lograron escapar, varios se escondieron entre matorrales o arriba de los árboles, pero la luna llena los delataba alumbrando el bosque como si fuera de día, no había forma de esconderse.
Algunos de ellos intentaron defenderse parapetados en la pequeña casita de adobe, pero no había forma. Si bien tenían rifles y carabinas, las municiones yacían en Lo Cañas, una legua más abajo. Por lo que, salvo algunos revólveres con pocas balas, estaban totalmente desarmados. Varios cayeron muertos dentro de la casa, la cual recibía constantes proyectiles en su frontis.
A eso de las 6 de la mañana comenzaría a cambiar la situación y empezarían los asesinatos más crueles. Si se divisaba a un joven intentando arrancar, se ordenaba fuera arremetido por la caballería y hacerle descargas cerradas, caía hecho pedazos, mutilado ya por las balas era rematado a sablazos y acribillado en el suelo.
Comenzó una cacería por el bosque. Los soldados recorrieron cuanto terreno pudieron cuando ya empezaba a asomar los primeros rayos del sol. Realizaban descargas a diestra y siniestra por los matorrales y los árboles, por si había allí escondido un conspirador. Así es cómo quedaron algunos cadáveres colgados de los árboles, al ser alcanzados por certeros disparos; o agonizantes intentando no hacer ruido alguno para no ser descubiertos.
PRISIONEROS Y TORTURADOS
A las 10 de la mañana recién terminarían las continuas balaceras. Los soldados comenzaron a recoger a los heridos esparcidos por el bosque y los transportaron a la pequeña casita de adobe de Panul. Juntaron a los heridos con los jóvenes y artesanos que habían sido capturados para que San Martín y otros oficiales hicieran la lista de los prisioneros. Los artesanos fueron separados de los jóvenes aristócratas, y éstos últimos fueron reunidos con los heridos. Se los llevaron hasta una plantación de álamos que había en el deslinde norte del lugarcito llamado Panul.
Amarrados de los árboles, los soldados golpearon incesantemente a los prisioneros, cortándoles partes del cuerpo como la lengua, las orejas o el pene, aún estando vivos. Fueron sometidos a torturas inimaginables, sólo por la diversión y sadismo de los soldados ya que ni si quiera un interrogatorio fue realizado. Sólo para poder jugar un poco más con sus presas, a algunos prisioneros les ofrecieron agua de la vertiente cercana, para así tratar de mantenerlos vivos más tiempo. Una vez saciada su sed de violencia y justo antes de que pudieran morir por el desangramiento y el dolor, fueron fusilados.
La barbarie no se detendría ahí, a los recién fusilados, como a otros ya muertos, se les despojaría de sus ropas, dejándolos completamente desnudo, quedándose los soldados con las pertenencias de valor. Mientras esto ocurría, seguían llegando detenidos que habían encontrado en los matorrales. Los traían arrastrando amarrados a los caballos. Una vez más se abalanzarían sobre ellos hasta molerlos a sablazos y hachazos.
Tanto en Panul como en Lo Cañas, serían saqueadas las casas del fundo, llevándose todo lo que fuera de valor, para luego ser quemadas. Sería el mismo San Martín el que incendiaría las casas de Lo Cañas.En Panul quemaron la pequeña casita de adobe, los establos y las barracas, quedando la casa de piedra casi intacta. El fuego se extendería por el bosque y duraría un par de días ardiendo, sólo siendo apagado por una lluvia.
En Lo Cañas el saqueo fue tal, que tuvieron que llevarse el botín en carretones. Luego quemarían todas las casas del fundo, a excepción de la pequeña capilla por ser un símbolo religioso. El resto ardería sin control. El descontrol del saqueo los llevó a abrir la bodega de vinos del fundo, que se ubicaba un poco más al fondo, al norte de las casas de los inquilinos y un poco más arriba de los huertos. Ahí los soldados procedieron a emborracharse en agua ardiente y vino, lo que los llevó a ser mucho más descontrolados en su locura de destrucción total.
Mientras el alcohol comenzaba a fluir por sus venas, San Martín mandó a buscar a todas las mujeres del fundo, las cuales a punta de culatazos fueron traídas al lugar, sólo para ser maltratadas y violadas de la manera más salvaje. Haciendo fila para turnarse a las más hermosas, y golpeando incesantemente a las que consideraban menos atractivas.
A eso de las 3 de la tarde, aprovecharían las grandes hogueras para quemar algunos cadáveres. Reunieron las partes de cuerpos que encontraron y los amontonaron, les lanzaron tablas y ramas encima y los rociaron con parafina. Si había algún agonizante aún con ganas de vivir, ese sería su real fin. Las columnas de humo que se arremolinaban con el viento, se podían ver desde Santiago.
EL CONSEJO DE GUERRA
A eso de las 4 de la tarde del 19 de Agosto, a los últimos prisioneros que aún quedaban los llevarían a Santiago para enfrentar un juicio. Siempre se menciona que eran ocho los prisioneros, aunque otros relatos hablan de otros veinte no identificados, que bien podrían ser artesanos o campesinos del lugar. Entre los prisioneros se encontraba el ya mencionado Wenceslao Aránguiz, administrador del fundo quien no quería participar del complot ni hizo parte de la resistencia. San Martín le prometió previamente a él y a Arturo Vial, les perdonaría la vida si entregaban toda la plata. Reunieron 15 mil pesos y varias alhajas, San Martín hasta ese momento no los tocó.
Como a las 5 de la tarde, San Martín, sus comandados y los prisioneros, se detuvieron a mitad de camino, cuando estaban por cruzar el Zanjón de la Aguada. Habían recibido un mensaje del General Orozimbo Barbosa, haciendo entender que no quería tener prisioneros que atestiguaran lo ocurrido en Lo Cañas y que “se cumpliera lo que de antemano se había ordenado”. Dictó que los devolvieran al lugar de la masacre ya que había determinado que se hiciese un Consejo de Guerra.
Cuando anochecía en los faldeos cordilleranos, volvían entre ocho y doce prisioneros, solo los reconocidos de familias importantes. El resto, artesanos y campesinos, fueron liberados en el camino, no sin antes propinarles una golpiza para evitar que hablaran.
Allí en las casas quemadas y entre los restos calcinados de los previamente asesinados, se conformó el Consejo de Guerra. El Tribunal Militar estaría compuesto por José Ramón Vidaurre, Manuel Emilio Arís, Arturo Rivas y el cirujano Eduardo Estévez, y sería presidido por Vidaurre.
Durante largas horas tomaron declaraciones de los prisioneros. Uno por uno fueron pasando y los maltrataron, no tan brutalmente como a los fusilados en Panul, pero si fueron bien golpeados para que confesasen quienes eran sus jefes y dónde estaba el señor Carlos Walker.
Según cuentan algunos relatos, aunque difíciles de confirmar, Vidaurre sostuvo que no debían fusilarse los prisioneros, que no opusieron resistencia y que eran inocentes. Enviaron un mensajero al presidente Balmaceda, proponiéndole dejarlos en custodia en Santiago y que pronto le harían llegar la lista de los prisioneros, a lo que Balmaceda respondería “que en el momento se fusilaran, que no quería saber quiénes eran, que después sabría.”
Cierto o no, dejaron pasar la noche y durante la mañana del día 20 de agosto, en Tribunal Militar ordenó fusilar a los últimos prisioneros.
LOS ÚLTIMOS ASESINATOS
Ahora ya con la orden de ser asesinados, comenzaron a torturar más brutalmente a los prisioneros, insistiendo en saber el paradero de Carlos Walker Martinez.
Don Wenceslao Aránguiz, quien tuviera un trato con San Martín, fue el más maltratado de todos. Fue sometido a los peores suplicios. Se le amarró a un árbol y comenzaron a darle sablazos. Se le dieron 200 azotes, pero insistió en responder que nada sabía del paradero de su patrón. La negativa hizo enfurecer a los soldados, quienes le quebraron las piernas y lo rociaron con parafina para quemarlo lentamente. Con todo el dolor, Aránguiz gritaba que lo mataran de una vez y comenzó a darse de cabezazos contra el árbol para desmayarse o morir. Pasaron tres cuartos de hora de tortura para que recién pudiera encontrar su muerte.
Terminada la tortura, los que quedaron vivos fueron vendados y arrastrados hacia un costado del bodegón de Lo Cañas. En la pared que daba al norte fueron enfilados. Gritaban todos que querían un sacerdote para confesarse, a lo que les respondieron: “No lo necesitan, mueran como buenos soldados”. Y en el acto fueron fusilados. Tres de ellos quedaron vivos tras la descarga e intentaron ponerse de pié, pero fueron rápidamente ultimados a balazos y luego azotados con espadas y hachas. Algunos cuerpos ya muertos eran cortados por la mitad y amarrados con cuerdas a los árboles en una crucifixión improvisada de medio cadáver al cual le arrojaban de todo. Algunas cabezas cercenadas eran puestas sobre las pircas y ahí les picaban los ojos con las bayonetas, les cortaban la lengua, las orejas y la nariz.
Luego fueron reunidos nuevamente los cadáveres para quemarlos. Los rociaron en parafina, les echaron encima pasto seco, ramas de espino y algunas tablas de álamo, para formar una nueva hoguera. El paisaje era horrible, mientras se consumían los cuerpos en el fuego y los cartuchos de bala explotaban en la hoguera y en las casas aún ardían, se podía ver un cráneo dividido en dos partes con los sesos vaciados y el cuero cabelludo colgándole. Alrededor, piernas y brazos cortados. En la pared, salpicaduras de cerebros y sangre oscura. Ojos arrancados de sus órbitas y una lengua arrancada de raíz que chisporroteaba tostándose sobre unas brasas.
EL DESTINO DE LOS CUERPOS
Así terminaba, durante la mañana del 20 de Agosto, la llamada Matanza de Lo Cañas, en la que se contabilizan 84 víctimas fatales, sólo de los montoneros, pero que seguramente fueron muchas más entre campesinos y artesanos, sumado a las mujeres violentadas.
No hay registro alguno de un solo balazo certero en algún soldado del Ejército Oficial, ningún herido, ni mucho menos un muerto. Algunos familiares fueron durante ese día a los cuarteles del ejército con la intención de recuperar los cuerpos de sus hermanos, hijos y padres, obteniendo humillantes respuestas:“Es inútil pedir permiso para traer los cadáveres: los montoneros no tienen sepultura; mueren como los perros.”
Los cuerpos calcinados fueron cargados en cinco carretones y llevados a Santiago donde serían sepultados en una fosa común en el Cementerio General de Recoleta. Sin embargo, el sádico General Barbosa ordenó que fueran llevados a la morgue para que sus familiares pudieran reconocerlos, sabiendo en el estado de calcinación y mutilación en que se encontraban y con la sola intención de causar un trauma en los familiares.
Finalmente los cuerpos que si pudieron ser identificados se enterraron particularmente, el resto se les puso en una fosa especial y posteriormente, en 1896, se colocaron en una cripta bajo un monumento en su honor en el Cementerio General.
Otros cuerpos quedaron tirados durante días en el bosque, siendo recolectados por los campesinos del sector y enterrados cercano a las casitas de Panul. Cubiertos con grandes peñascos para evitar que fueran descubiertos por los militares que aún rondaban la zona. Se dice que dichos cuerpos se encuentran sobre la loma de vigilancia, aunque es más probable que estén más abajo, aunque nunca se ha hecho una investigación arqueológica al respecto.
ASESINADOS:
Ramón Segundo Irarrázaval
Luis Zorrilla
Ignacio Fuenzalida
Luis S. Valenzuela
Guillermo Varas
Daniel Zamudio
Zenón Donoso
Vicente Segundo Borne
Arsenio Gossens
Joaquín Cabrera
Arturo Vial
Carlos Flores
Ismael Zamudio
Manuel Campino
Juan M. Martínez
Pablo Acuña
Luis Correa
Mateo Silva
Nicomedes Salas
Manuel Guajardo
Rosario Astorga
Manuel Mesías
Arturo Barrios
Demetrio González
Jovino Muñoz
Desiderio Escobar
Marcelino Pinto
Bonifacio Salas
Juan Cruzat
Manuel Roldán
Nicanor Valdivia
Pedro Torres
Aquiles Arreos
Miguel Hernández
Juan Reyes
Gregorio Pinto
Santiago Bobadilla
Wenceslao Aránguiz
Isaías Carvacho
SOBREVIVIENTES
Arturo Undurraga
Rodrigo Donoso
Eduardo Silva V.
Ernest0 Bianchi Tupper
Pío Segundo Cabrera
Eduardo Salas O.
Federico Alliende
Jorge Zamudio
Emilio Pedregal
Eduardo Pedregal
Roberto Rengifo
Manuel Fuenzalida
José Francisco Guzmán
Manuel Carrasco B.
13 artesanos que también lograron escapar
Fuentes:
http://www.bibliotecanacionaldigital.gob.cl/
https://www.archivonacional.gob.cl
http://historiaycuriosidadqn2.blogspot.com/
Repositorio BUC
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